Como
siempre, el ejercicio ininterrumpido, inalterable: acá estamos, lo logré.
Podríamos situar el comienzo en una tarde calurosa de enero o, quizá, un mes
antes, en el gélido invierno. En este patrón que se desdibuja de a ratos, hay
solo una certeza: estoy sanando.
2019 ha sido un año rojo, rojísimo, que amenaza con diluir estos últimos rastros de cordura. Me mantengo resiliente, sabiendo que eventualmente el fuego va a ceder. La casa incendiada, el corazón en cenizas: cuánto queda por construir en esta llanura inhabitable. Así, transito los ecos del dolor, pongo ungüento en las cicatrices.
Sabés, las temporalidades ya no me asustan como antes. El devenir mixto-mutante se acerca, yo abro esas ventanas: Bienvenido. Los indicios son claros, hay un permanente perecer que se trenza con la vida. Aquí estoy, perdiendo el miedo, abrazando todos los claroscuros. Hay una dimensión que se cuece, oculta, y yo comienzo a vislumbrarla. El sabor es amargo y mi estómago se anuda: me gustaría que estuvieras acá.
La vulnerabilidad, nuevamente, es puesta en el centro de la escena. ¿Debería pedirte que cuides esto que te entrego? Hay muchos Otros, yo solo le pido al universo que bailen esta noche conmigo. Me muerdo los labios, ojalá sintiera frío, ojalá el adentro se congelara. No puedo: vuelvo a ser yo el fuego que consume todo lo que está a su paso. No volveré a tener piedad. Las promesas eventuales se deshacen, sé que el cariño me derretirá. Me gustaría la cara de poker, la impoluta tranquilidad; mas son relatos ajenos, yo soy las llamas que encienden, que prenden, que destruyen.
Es el desastre contenido lo que me permite contar las historias. Es la eterna decisión consciente, los esfuerzos para domar las chispas que me dan vida. Soy jinete de un presente apocalíptico, me dirijo hacia el diluvio, espero divisar una ramita de olivo. Fueron siete los años, el fuego nunca amenazó con extinguirse.
Todas las catástrofes hacen eco. Es esta mi piel, aquí yacen viejos cauces que vi secarse. El desierto se presenta
inhóspito y las proyecciones infinitas se deshacen al sol. A lo lejos me veo niña, como pude ser antes de la tristeza. Me gustaría poder cuidarme, alejarme del dolor que se vaticina. La sensación que permanece es la de una infancia apurada y una adolescencia fugaz.
Quizá los próximos trescientos sesenta y seis días permitan que oriente la mirada a lugares más calmos. Nada nos asegura un remanso para detenernos, yo elijo creer en una ínfima posibilidad.