Siempre
la dicotomía quedarme-irme, siempre eligiendo huir. El temor, las
ideas acaloradas, las discusiones hasta que el sol se esconde. Sí,
me gustaría quedarme, ser una voz, empezar a entender cómo funciona
ese micro-mundo. Pero también deseo escapar, reformularme,
inventarme unos ojos nuevos para poder volver a mirar.
Ya
te hablé del miedo, de cómo va creciendo en mis entrañas, de cómo
me pide que mi vida permanezca calma, que evite turbar la materia. A
veces me pienso rebelde, a veces juego a que me vuelvo valiente: es
ahí donde decido mi redención. Me voy.
Este
viaje también es un adiós disfrazado de hasta luego, una tensión a
punto de explotar. Calmar las aguas, empezar así la travesía, dejar
atrás lo conocido. Marinera inexperta, tanto me queda por aprender.
Y,
sin embargo, abro las ventanas de par en par y me arrojo a la vida.
El alma temblando, tanto tiempo esperando para llegar. Crecer es un
poco eso, las lágrimas y el café sola, intentando vivir dentro de
otros paradigmas, distintos a los de Mamá y Papá.
Tal
vez los kilómetros surtan efecto y todo comience a tomar sentido.
Alejarse para comprender, alguien me dijo. También recomponerme, que
las piezas encuentren su lugar, que una luz se encienda.
Soplar
veintiún velas quizás se convierta en la meta, el momento en el que
yo corone el esfuerzo de vivir. También que los tantos años me
encuentren transformada, un poco más feliz. Sí, que los veintiuno
sean una-chispa-que-nunca-se-extingue.
Siempre
el cúmulo-de-proyectos, la lengua incansable, el espacio feliz, la
convicción desempolvada. Siempre la rebeldía, el desafío implícito
a la vida, a jugarme por una vuelta más. El sueño es el mismo, las
estrellas todavía no se apagan.
Y,
una vez más, yo sé que alguien me espera (que no sabe que me
espera) en esa ciudad distante. La sucesión inevitable de días, una
historia que se repite de alguna manera. Crecer, echar raíces,
desaparecer. Porque volver, uno siempre vuelve.
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